viernes, 9 de noviembre de 2007

Antes de Tunja, llegó...

Neiva, hace ya algunos años. Una noche. Desde una esquina. Justo a las seis de la tarde una algarabía caía del cielo. Centenares de pericos australianos buscaban nido en el inmenso árbol del centro de la plaza. Después de la función, esa noche, salimos a celebrar. Natalia llevaba un vestido negro, preciso y ligero. Su piel, canela. El ritmo, tambores. La melodía, caribe. Todos bailaron. Todos cantaron. La luna, morena.
Al amanecer, arrastras, se paseaba por el pasillo de una Villa Olímpica la persistente borrachera. A las 8:00 p.m cien personas en el estómago de un teatro enorme aplaudían la payasada. Indulgencia tropical.
En la noche fueron un grupo de estudiantes con actuaciones mediocres. En la mañana, unas migajas del siglo.
Esos tres días en Neiva regresan intactos con los bajos del acordeón de Egidio. La canción estaba pegada en la radio y volvía una y otra vez. No hay detalle que se escape cuando fueron envueltos en las notas de un son. El color de la puerta. Las aspas perezosas del ventilador en el techo. Los intentos por terminar de memorizar la letra. Los nervios en la tramoya. Ese pedazo de tiempo aparece ileso, cabría sostenido en una nota de acordeón, como el palpito de un perico australiano.
Del grupo no quedó más que el recuerdo. La mayoría se casaron y casi no sabemos nada uno del otro. El olvido es una canción que se repite con un par de clicks en la lluviosa madrugada.
H.Lamondat/07