lunes, 15 de enero de 2007

El curso que repetí

I

Me hablaban mucho del bueno de Marcelino Champagnat en el colegio marista de la capital. Mucho. Por lo menos unas tres veces a la semana nos hidrataban las raíces con las gestas y glorias del aquel entonces beato. Yo era muy feliz(un 70%)en el Claretiano de Bosa, donde mi primera profesora, me sentaba en sus piernas y me apretujaba entre el nido de su escote. Descubrí a temprana edad el nirvana que son las tetas de la mujer distinta a la madre. Pero no todo eran tetas en mi universo infantil. Aunque es bueno amar la tetas. En los recreos me gustaba ir a cruzar golpes con los de primero de bachillerato cuando no mataba ranas o jugaba fútbol. No sabía nada del amor, pero ya había aprendido hacer estafas con mis mentiras. Gané algunos pesos hasta que mis padres frustraron una potencial carrera en el mundo del timo. Pronto me alejaron del mal camino y me aplicaron la disciplina del Graham Bell, un colegio público, barato y bueno, pero sin mujeres. Allí pude izar bandera por única vez en mi vida, y por primera vez traté de buscar novia. Dejé un par de cartas a las niñas que estudiaban en la jornada de la mañana. Tenía 9 años y me hacía falta amor. No conseguí nada. Sólo el regaño de la profesora de matemáticas. Una vieja tan gorda y aburrida como una mamá elefante. Pero me importó un culo. Desde entonces odío las cifras y las ciencias exactas. Sin más remedio seguí ejercitando los puños, esta vez con más furia y mejores contendores: los hijos de los buseteros(los conductores de transporte público) y los rusos (obreros). Pegaban duro.

He sido feliz solamente una vez en la vida (100%), y como todo lo bueno duró poco. En Cartagena tuve sol, mar, amigas lindas,beisbol, chofer, y un colegio donde nos enseñaban a vivir con desenvoltura y gracia desde la tierna infancia. Allí nunca tuve que dar un solo golpe.Pero al viejo lo mandaron para el interior del país, a Ibagué, una tierra caliente de indias calientes, y allí ya era un 40 % menos feliz, no había mar, ni amigas lindas, todavía había chofer, y se llevaba la vida sin problema en un pueblo sin problemas. Pilar y Alexandra me invitaban en segundo de bachillerato a verles sus piernas en el baño de mujeres. Era muy relajante. Pero era mejor con Angélica y Marta, conocidas como las repitentes. Se habían quedado en dos cursos y deberían estar en noveno cuando me enseñaron a bailar el cha-cha de la azotea.

El San Luis Gonzaga era el colegio de los maristas. Era un buen lugar pese al reducido porcentaje de felicidad con el que ya no contaba. Nunca me hablaron del bueno de Marcelino Champagnat, pero había un marista arriesgado. El profesor de educación física. El hermano Mario tenía cara de loco, el pelo ensortijado, y el rostro lleno de cicatrices que le dejó un acné salvaje. La vida era simple. Nos dábamos en la jeta con guantes de box en la azotea, y a escondidas del hermano coordinador, una especie de inquisidor tropical que marcaba la disciplina milimétricamente en el estudiantado marista.

Mi debut como peleador pronto llegaría. Mi afición por darme trompadas tenía un lugar "avalado" por la escuela. Los hombres nos reventábamos hasta sangrar y nos gustaba. Se improvisaba un círculo en el que las mujeres ocupaban la primera fila. Las muchachas estaban allí para gritar enloquecidas cuando veían sangre. Les gustaba ver sangrar con fluidez. No entendí porque se molestaban cuando les llegaba el periodo cada mes si tanto placer les causaban los ríos frescos de extracto de peleador. Esos días rojos del mes deberían ser los más felices del calendario. Nunca pude comprenderlo. Pero a cambio aprendí que la mujer es el premio del que sangra. Los más fuertes físicamente, algo así como los pesos pesados, soltaban unos golpes que retumbaban, era fuerza bruta pura en acción. Para ellos estaban destinadas las mejores: Angélica y Marta. Repitentes expertas. Para mi, que era una especie de peso super mosca, me tocaba bailar como una mariposa y picar como una mosca. Mis golpes no tiraban a nadie al piso. Por lo general las moscas nunca noquean. Esas peleas se ganaban por astucia y show. Siempre fui bueno de cintura. Me gustaba ver al oponente lanzar golpes que esquivaba con gracia y reflejos. Eso les gustaba a Pilar y Alexandra. Cuando logré reventar las narices a Lozano y humillarlo en el círculo fui bendecido con los cariños de la flaca Alexandra y la india Pilar. Eran un premio justo para un super mosca fanfarrón. Alexa era flaca, huesuda, con un cabello largo, y unos ojos verdes. Tenía una linda cara de desnutrición auto infligida. Pilar era fea. No tenía nada bueno, y por lógica era la más caliente. Las dos sudaban. Todos en Ibagué sudábamos. Alexandra sudaba mucho detrás debajo del lóbulo de las orejas. Se formaban pequeñas goticas de agua salada. Ya en Bogotá, y en algunas mañanas, cuando el bus del Champaganat se tardaba en recorgerme (ya no había chofer) veía las gotas del rocío de la madrugada temblar en las hojas de los árboles y entonces la recordaba. Alexandra sacaba su esfero Parker y oprimía lentamente el botón que empujaba la punta. Su mirada perversa remarcaba lo que decía esa voz tan aguda como el aguijón con el que sueñan las moscas:


-Así, así sale la puntica de mi perro.

Y abría esos depravados ojos verdes.

- Se pone rojo. Tieso...

Héctor Lamondat se pierde, circunspecto, dentro del blanco de la pantalla. Afuera, en la calle, hay gritos de niños que juegan. Parece no importarles dos cosas a las 11 de la noche: la primera,que aún llueve y la segunda, que el frío no deja de apretar.

OFF:

Lamondat(reflexivo)

Yo creo que desde Alexa me matan los ojos verdes, por mágicos, sucios y depravados.




Héctor Lamondat/2007

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